La Sala de Ámbar


En esta, una historia de diplomacia y espías, se entrecruzan lo más noble y lo más perverso de la historia europea de los últimos 400 años: el arte y la guerra. Sus personajes principales son reyes prusianos, emperadores rusos, tiranos modernos, soldados, buscadores de tesoros y hasta el propio Boris Yeltsin.

Todo empezó a fines del siglo XVI, cuando el rey Federico I de Prusia hizo recubrir con decoraciones de ámbar las paredes y el techo de un salón del Palacio Real de Königsberg, junto al Mar Báltico. Aunque el ámbar, la piedra que resulta de la fosilización de resinas vegetales, se encuentra con cierta facilidad en el Mar Báltico, no debe subestimarse la proeza que significó reunir suficiente material de buena calidad para recubrir varias decenas de metros cuadrados.

Federico Guillermo I, rey de Prusia , regaló el cuarto a Pedro el Grande de Rusia que lo instaló en un palacio cerca de San Petesburgo


Federico Guillermo I, Rey Soldado de Prusia e hijo de Federico I, regaló el cuarto al Zar Pedro el Grande de Rusia que lo instaló en el Palacio de Zarskoje Zelo, cerca de San Petesburgo. La familia imperial rusa cuidó y amplió aquello, que a juicio de muchos expertos, fue la más preciosa joya del barroco y rococó. Para ilustrar el valor de la sala, valga señalar que las partes que no estaban recubiertas de ámbar lucían mármoles finos, ónix o pan de oro.

Siglos después, en 1941, las tropas nazis llegaron hasta las puertas de San Petesburgo y, en un acto de barbarie moderna, empacaron las placas que cubrían las paredes del cuarto y las transportaron nuevamente a Königsberg. En 1944, ante el avance de las tropas soviéticas se decidió transportar las cajas hacia algún punto más occidental en Alemania, probablemente cerca de Fráncfort y es justamente en ese transporte que se pierde la huella de la Sala de Ámbar, pues no se sabe si fue llevada en un barco que se hundió, en un tren que fue bombardeado o si incluso se quemó en Königsberg antes de ser transportado.

A partir de ese instante y hasta hace pocos meses no se volvió a saber nada concreto de las placas de ámbar. Durante más de 50 años este tesoro estuvo cubierto de un impenetrable manto de misterio alimentado por las más contradictorias versiones de soldados (alemanes y rusos) y de los variados indicios seguidos con tanto afán por los buscadores de tesoros. En la labor de búsqueda se mezclaron soñadores, amantes del arte e incluso los servicios secretos de Alemania Oriental y la Unión Soviética.

Pero volviendo al pasado, en 1945 los soviéticos entraron en Berlín y, en otro acto de barbarie, se llevaron varias obras de los museos berlineses, entre ellos el Tesoro de Príamo, una colección de joyas troyanas entre las que estaban 3.000 anillos de la época de Elena y Aquiles. Este robo se mantuvo en secreto hasta 1993 cuando Boris Yeltsin reveló que el Tesoro descansaba en los sótanos de un museo en Moscú.

A pesar de que los tratados firmados por Alemania y la Unión Soviética después de la Guerra garantizan la devolución de toda obra de arte a su dueño original, el parlamento ruso declaró en mayo de este año que el Tesoro de Príamo era propiedad del Estado. Entonces, sorpresivamente, aparecieron en Alemania primero un mosaico y luego una cómoda de la Sala de Ámbar. Fríamente visto, este hallazgo reabrió la posibilidad de encontrar la sala original (si aun existe) y dio al gobierno alemán dos invalorables cartas para recuperar las obras robadas por los rusos.

Para otros el hallazgo tuvo una connotación triste, pues al igual que un ídolo dorado que pierde algo de su oro cada vez que lo tocamos, el misterio de la Sala de Ámbar perdió, con estos últimos hallazgos, un poco de su misterio.

Vicente Albornoz G